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*LA REINA DE LOS CONDENADOS (fragmento)

Jesse gimoteaba en su sueño. Era una mujer delicada de treinta y cinco años, de largo y rizado pelo rojo. Yacía hundida en un informe colchón de plumas, en una cama de madera que se mecía colgada del techo con cuatro cadenas oxidadas. En algún lugar de la inmensa casa laberíntica, un reloj dio la hora. Debía levantarse. Quedaban dos horas antes del concierto de El Vampiro Lestat.
Pero ahora no podía dejar a las gemelas. Aquello era nuevo para ella, aquella parte que se revelaba tan rápidamente, en especial en un sueño de confusión enloquecedora, como habían sido todos los sueños de las gemelas.
Ahora sabía que las gemelas volvían a estar en el reino del desierto. La turba que las rodeaba era peligrosa. Y las gemelas, ¡qué aspecto tan diferente tenían, qué pálidas estaban! Quizás aquel brillo fosforescente fuera una ilusión, pero en realidad parecía que resplandecían en la semioscuridad, y sus movimientos eran lánguidos, como si estuvieran atrapadas en el ritmo de una danza.
Mientras estaban abrazadas les lanzaban antorchas; pero mira, hay algo que está mal, muy mal. Una de ellas es ahora ciega. Sus párpados estaban cerrados, con la tierna piel arrugada y hundida. Sí, le habían arrancado los ojos. Y la otra, ¿por qué hacía aquellos terribles sonidos? «Cálmate, no luches más», decía la ciega en el viejo lenguaje siempre comprensible de los sueños. Y de la otra gemela salió un gemido hórrido, gutural. No podía hablar. ¡Le habían cortado la lengua! «No quiero ver nada más, quiero despertarme.» Pero los soldados se abrían camino a empujones por entre la masa, algo espantoso iba a ocurrir, y las gemelas se quedaron muy quietas. Los soldados las cogen, y las separan, a rastras. «¡No las separéis! ¿No sabéis lo que significa para ellas? Apartad las antorchas. ¡No las queméis! No queméis su pelo rojo.»
La gemela ciega extendió las manos buscando a su hermana, chillando su nombre: «¡Mekare!» y Mekare, la muda, la que no podía responder, rugió como una bestia herida. La muchedumbre abría un corredor, haciendo un paso para dos inmensos ataúdes de piedra, cada uno transportado en unas grandes y pesadas andas. Los sarcófagos eran toscos; pero las tapas tenían la forma aproximada de cuerpos humanos, de rostros humanos, de miembros humanos. «¿Qué han hecho las gemelas para que las pongan en los ataúdes? No puedo soportarlo.»
Depositan las andas en el suelo, arrastran a las gemelas hacia los ataúdes, levantan las toscas tapas de roca. «¡No lo hagáis!» La ciega está luchando como si viera, pero la dominan, la levantan y la depositan dentro del receptáculo de piedra. Muda y aterrorizada, Mekare observa, pero también a ella la arrastran hacia el otro ataúd. «¡No bajéis la tapa, o gritaré por Mekare! ¡Por ambas...!»
Jesse se sentó bruscamente, con los ojos desorbitados. Había gritado. Sola en la casa, sin nadie que la pudiera oír, había gritado y aún podía sentir el eco. Luego, nada; excepto la quietud que se posaba a su alrededor, y el leve crujir de la cama al moverse en sus cadenas. El canto de los pájaros en el exterior, en el bosque, en lo profundo del bosque; y su propia, rara, conciencia de que el reloj había dado las seis. El sueño se desvanecía. Trató desesperadamente de aferrarse a él, de ver los detalles que siempre se le escapaban: los vestidos de aquella extraña gente, las armas que llevaban los soldados, los rostros de las gemelas. Pero ya había desaparecido. Sólo quedaban el hechizo y una aguda consciencia de lo que había sucedido..., y la certeza de que El Vampiro Lestat estaba relacionado con aquellos sueños.

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