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*MARINA (fragmento)


Nadie había cambiado una bombilla en aquella escalera por lo menos en treinta años. Los peldaños resultaban resbaladizos y gastados. Los rellanos, pozos de oscuridad y silencio. Una claridad temblorosa exhalaba de una claraboya en el ático. Allí revoloteaba una paloma atrapada.
La puerta del cuarto segunda era una losa de madera labrada
con un picaporte de aspecto ferroviario. Llamé un par de veces y escuché el eco del timbre perdiéndose en el interior del piso.
Transcurrieron unos minutos. Llamé de nuevo. Dos minutos más. Empecé a pensar que había penetrado en una tumba. Uno de los cientos de edificios fantasmas que embrujaban el casco antiguo de Barcelona.
De pronto la rejilla de la mirilla se descorrió. Hilos de luz cortaron la oscuridad. La voz que escuché era de arena. Una voz que no había hablado en semanas, tal vez meses.
-¿Quién va?
-¿Señor Kolvenik? ¿Mijail Kolvenik? -pregunté. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor?
La mirilla se cerró de golpe. Silencio.
Iba a llamar de nuevo cuando la puerta del piso se abrió. Una silueta se recortó en el umbral. El sonido de un grifo en una pila llegaba desde el interior del piso.
-¿Qué quieres, hijo?
-¿Señor Kolvenik?
-No soy Kolvenik -atajó la voz. Mi nombre es Sentís. Benjamín Sentís.
-Perdone, señor Sentís, pero me han dado esta dirección y...
Le tendí la tarjeta que me había entregado el mozo de estación. Una mano rígida la agarró y aquel hombre, cuyo rostro no podía ver, la examinó en silencio durante un buen rato antes de devolvérmela.
-Mijail Kolvenik no vive aquí desde hace ya muchos años.
-¿Le conoce? -pregunté. ¿Tal vez pueda usted ayudarme?
Otro largo silencio.
-Pasa -dijo finalmente Sentís.
Benjamín Sentís era un hombre corpulento que vivía en el interior de una bata de franela granate. Sostenía en los labios una pipa apagada y su rostro estaba tocado por uno de aquellos bigotes que empalmaban con las patillas, estilo Julio Verne.
El piso quedaba por encima de la jungla de tejados del barrio viejo y flotaba en una claridad etérea. Las torres de la catedral se distinguían en la distancia y la montaña de Montjuïc emergía a lo lejos. Las paredes estaban desnudas. Un piano coleccionaba capas de polvo, y cajas con diarios desaparecidos poblaban el suelo. No había nada en aquella casa que hablase del presente.
Benjamín Sentís vivía en pretérito pluscuamperfecto.
Nos sentamos en la sala que daba al balcón y Sentís examinó de nuevo la tarjeta.
-¿Por qué buscas a Kolvenik? -preguntó.
Decidí explicarle todo desde el principio, desde nuestra visita al cementerio hasta la extraña aparición de la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia. Sentís me escuchaba con la mirada perdida, sin mostrar emoción alguna. Al término de mi relato, un incómodo silencio medió entre nosotros.
Sentís me miró detenidamente. Tenía mirada de lobo, fría y penetrante.
-Mijail Kolvenik ocupó este piso durante cuatro años, al poco tiempo de llegar a Barcelona -dijo. Aún hay por ahí detrás algunos de sus libros. Es cuanto queda de él.
-¿Tendría usted su dirección actual? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?
Sentís se rió.
-Prueba en el infierno.
Le miré sin comprender.
-Mijail Kolvenik murió en 1948.

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