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LA TORRE OSCURA (fragmento)

Se sentó y la contempló extrañado. Mediría unos cinco metros de altura y parecía de sólido roble, aunque el roble más cercano debía de estar a unos cinco mil kilómetros de distancia o más. El pomo parecía de oro y estaba grabado con una filigrana que el pistolero tardó en reconocer: era la cara sonriente del mandril. No había ninguna cerradura en el pomo, ni encima, ni debajo. La puerta tenía bisagras, pero no estaban ligadas a nada… "O eso parece – pensó el pistolero. Es un misterio. Un maravilloso misterio. Pero ¿qué más te da? Te estás muriendo. Tu propio misterio, el único que en el fondo preocupa a todo ser, hombre o mujer, esta ya cerca." Aun así, daba lo mismo. Aquella puerta. Aquella puerta allí, donde no debería haber ninguna puerta. Estaba simplemente allí, sobre la playa gris, unos diez metros por encima de la línea de la marea, tan eterna en apariencia como el mismo mar, ahora proyectando su escuálida sombra hacia el este a medida que el sol se retiraba. Sobre ella, en letras negras, había dos palabras: EL PRISIONERO(Lo ha invadido un demonio. Ese demonio se llama HEROÍNA.) El pistolero oyó un ligero zumbido. Al principio pensó que se trataba del viento, o que el ruido procedía de su mente febril, pero poco a poco se convenció de que era el sonido de un motor… Y procedía del otro lado de la puerta. "Pues ábrela. No está cerrada. Sabes que no está cerrada." Sin embargo, se incorporó con torpeza y dio la vuelta hasta la parte trasera de la puerta. No había parte trasera. Sólo la playa gris que se estiraba. Sólo las olas, las conchas, la línea de la marea, las marcas de su propio camino – huellas de las botas y hoyos de los codos. Volvió a mirar y puso los ojos en blanco. La puerta no estaba allí, pero su sombra sí. Adelantó la mano derecha (tanto le costaba a la mano aprender su lugar en lo poco que le quedaba de vida). La bajó y levantó la izquierda. Golpeó, esperando encontrar sólida resistencia. "Si la toco, será como golpear sobre la nada. Eso sería una buena experiencia antes de morir." La mano sólo encontró aire allí donde la puerta, por invisible que fuera, debía estar. Nada palpable. Y el ruido de los motores – si realmente había sido eso – ya no sonaba. Ahora sólo había viento, olas, y el zumbido enfermizo de su mente. El pistolero volvió despacio al otro lado de aquella inexistencia, empezando a pensar que había sido una alucinación, un… Se paró. En un momento había estado mirando hacia el oeste donde veía sólo una ininterrumpida extensión gris, y al momento siguiente la visión quedaba cortada por el canto de la puerta. Veía la cerradura, que también parecía de oro, el pistón que sobresalía como una lengua de metal. Rolando movió la cabeza unos centímetros hacia el norte y la puerta desapareció. Volvió a la posición inicial y allí estaba de nuevo. No aparecía: simplemente, allí estaba. Acabó de dar la vuelta y se encaró a ella. Podía rodearla por el otro lado, pero estaba convencido de que el resultado sería el mismo, sólo que esta vez se caería. "Me pregunto si podría cruzarla desde el lado de la nada." Ah, había muchas cosas que preguntarse, pero la verdad era simple. Había una puerta en una playa infinita y sólo servía para dos cosas: para abrirla, o para dejarla cerrada. Con una pizca de sentido del humor, el pistolero se dio cuenta de que a lo mejor no se estaba muriendo todavía. Si no, ¿por qué iba a estar tan asustado? Alargó la mano izquierda y la posó en el pomo. Ni el frío mortal del metal ni el calor del grabado le sorprendieron. Giró el pomo. Tiró, y la puerta se abrió hacia él. Aquello nada tenía que ver con lo que hubiera podido esperar.

*SHOGUN (fragmento)


—Mi esposo... mi esposo dice que querías verlo disparar, Anjín-san. Cree que mañana está demasiado lejos. Ahora es un buen momento. El portal de tu casa, Anjín-san. ¿Qué poste eliges?
—No lo entiendo —dijo Blackthorne, pues la puerta de entrada estaba a unos cuarenta pasos, al otro lado del jardín, pero ahora completamente oculta por el shoji cerrado a su derecha.
—¿El poste derecho o el izquierdo? Por favor, elige —dijo ella, y su tono era apremiante. Él lo advirtió y miró a Buntaro. El hombre parecía indiferente, olvidado de ellos, un enano feo y achaparrado, mirando a la lejanía.
—El izquierdo —dijo, fascinado.—¡Hidari! —dijo ella.
Inmediatamente, Buntaro sacó una flecha del carcaj, levantó el arco, estiró la cuerda hasta el nivel del ojo y lanzó la saeta con una facilidad salvaje y casi poética. La flecha pasó junto a la cara de Mariko, tocando un mechón de cabellos, y desapareció a través del shoji de papel. Otra flecha partió casi antes de que desapareciese la primera, y después otra, pasando todas ellas a una pulgada de Mariko. Esta permaneció tranquila e inmóvil, arrodillada como siempre.Una cuarta flecha y una quinta. El zumbido de la cuerda llenaba el silencio. Buntaro suspiró y pareció despertar poco a poco.
Dejó el arco sobre sus rodillas. Mariko y Fujiko contuvieron el aliento, sonrieron, se inclinaron y felicitaron a Buntaro, y éste asintió con la cabeza y correspondió con una breve inclinación. Después, miraron a Blackthorne. Este sabía que lo que acababa de ver era casi arte de magia. Todas las flechas habían pasado por el mismo agujero del shoji.
Buntaro devolvió el arco a su guardia y levantó la tacita. La contempló un momento, la levantó en dirección a Blackthorne, la apuró de un trago y habló con voz ronca.
—Él... mi esposo te pide amablemente que vayas a ver.Blackthorne pensó un momento, tratando de calmar su corazón.—No hace falta. Sé que ha dado en el blanco.—Él dice que le gustaría que te asegurases.—Estoy seguro.—Por favor, Anjín-san. Yo también te lo pido.
Las flechas estaban a una pulgada las unas de las otras, en el centro del poste izquierdo. Blackthorne miró hacia la casa y pudo ver, a cuarenta pasos de distancia, el pequeño y limpio agujero en el papel, que era como una chispa de luz en la oscuridad.Pensó que era casi imposible tener tanta puntería. Desde donde estaba sentado, Buntaro no podía ver el jardín ni la puerta, y era noche cerrada en el exterior. Blackthorne se volvió de nuevo al poste y levantó el farolillo. Trató de arrancar una flecha con una mano. El acero se había hundido demasiado. Podía haber roto el asta, pero no quiso hacerlo.
El guardia lo observaba.Blackthorne vaciló. El guardia se acercó para ayudarlo, pero él movió la cabeza.—Iyé, domo —dijo, y volvió a la casa.

*LA ISLA DE LAS TORMENTAS (fragmento)

—¿Qué lleva en esa mochila?
—Prismáticos, una cámara fotográfica y un libro de referencias.
La mano de Faber fue hacia el cierre de la mochila.
—No toque nada —dijo el capitán—. Watson, revise eso. Acababan de cometer el error de aficionados. —Levante los brazos —dijo Watson.
Faber los levantó por encima de su cabeza, con la mano derecha pegada a la manga izquierda de su chaqueta. Faber se imaginó la coreografía de los próximos segundos. No debían producirse disparos.
Watson se colocó a la izquierda de Faber apuntándole con la escopeta y abrió la mochila de Faber. Faber sacó el estilete de la manga, se volvió hacia Watson y le hundió el arma hasta el mango en la garganta. Con la otra mano le arrebató la escopeta.
Los otros dos soldados que estaban en la orilla avanzaron hacia él y el cabo comenzó a descender del roble.
Faber sacó el estilete de la garganta de Watson y el hombre se desplomó. El capitán estaba tratando de abrir su cartuchera. Faber saltó a la orilla del velero, y el movimiento del barco hizo trastabillar al capitán. Faber le lanzó una puñalada con su arma, pero el hombre estaba bastante alejado como para que el golpe fuese definitivo. La punta dio en la solapa de su chaqueta, luego siguió hacia arriba dividiéndole el mentón. Su mano dejó de palpar la cartuchera para ir hacia la herida.
Instantáneamente, Faber se volvió para enfrentarse a los de la orilla. Uno de los soldados saltó. Faber avanzó sobre él y le sostuvo el brazo derecho estirado y rígido, con lo cual se ofreció como blanco del estilete de veinte centímetros de largo.
El impacto hizo perder pie a Faber, que soltó el estilete apresado bajo el cuerpo del soldado caído. Faber se apresuró a levantarse; no había tiempo de recuperar el arma. El capitán estaba abriendo la cartuchera. Faber saltó sobre él, buscándole la cara. La pistola estaba a la vista. Faber llevó sus dedos a los ojos del capitán, que dio un grito de dolor y con un gesto trató de liberarse de los brazos de Faber.
Se produjo un temblor cuando el cuarto de los hombres consiguió abordar el velero. Faber dejó al capitán, que ahora no podía ver y apuntar su pistola, aun cuando lograra quitarle el seguro. El cuarto hombre traía una cachiporra de policía que utilizó con todas sus fuerzas contra Faber, pero éste se corrió hacia la derecha, de modo que el golpe no le dio en la cabeza, sino que lo alcanzó en el hombro izquierdo. Por el momento, le paralizó el brazo. Con el canto de la mano golpeó el cuello del otro. Fue un golpe certero. Asombrosamente, el hombre sobrevivió y tuvo fuerzas para levantar la cachiporra y disponerse a dar un segundo golpe que Faber interrumpió. Ahora recuperó la sensibilidad en su brazo izquierdo y comenzó a dolerle mucho. Tomó entre sus manos la cabeza del soldado, se la torció y la giró, y la volvió a torcer. El cuello del hombre se rompió con un súbito crujido. En el mismo momento el cachiporrazo cayó sobre la cabeza de Faber, que retrocedió atontado.
El capitán volvió a echarse contra él, aún con su paso vacilante. Faber le pegó un empujón que le mandó hacia atrás haciéndole perder la gorra y proyectándole fuera de la borda para ir a caer al agua con gran estrépito.
El cabo saltó el último tramo que separaba la rama del árbol del suelo. Faber recuperó su estilete de debajo del cuerpo del guardia y saltó a la orilla. Watson aún estaba vivo, pero no sería por largo tiempo, pues la sangre manaba por la herida de la garganta.
Faber y el cabo se enfrentaron. Este último tenía una pistola, y se encontraba comprensiblemente aterrorizado. En los segundos que había necesitado para bajar del roble, aquel hombre había asesinado a tres de sus compañeros y arrojado al cuarto al canal.
Faber observó el arma. Era vieja... parecía casi una pieza de museo. Si el cabo hubiera tenido alguna confianza en ella ya habría disparado.
El cabo dio un paso hacia delante y Faber notó que tenía cierta dificultad con su pierna derecha, como si se la hubiera magullado al bajar del árbol. Entonces hizo una especie de finta hacia un lado, forzando al otro a apoyar el peso del cuerpo sobre la pierna debilitada para poder seguir manteniendo la puntería. Ahora Faber encajó la punta de su pie en el borde de una piedra y la pateó hacia arriba. El cabo centró su atención a la piedra y Faber actuó.
El cabo apretó el gatillo, pero no salió ningún disparo. El viejo revólver se había atascado. Aun cuando se hubiera producido el disparo, no habría dado en el blanco; su vista siguió en la piedra, vaciló sobre su pierna debilitada y Faber se abalanzó sobre él.
Le asesinó de un tajo en la garganta.
Sólo quedaba el capitán.
Faber se volvió y lo vio tratando de salir del agua en la otra orilla. Encontró una piedra y se la tiró. Dio justo en la cabeza del capitán, pero
aun así el hombre alcanzó a salir del agua y comenzó a correr.
Faber se apresuró a llegar a la otra orilla. Vadeando y dando unas brazadas logró hacerlo. El capitán estaba unos cien metros delante de él y corría, pero era viejo. Faber fue sacándole ventaja hasta que pudo oír su penoso jadeo. El capitán aminoró la marcha y por fin se desplomó sobre un arbusto. Faber llegó hasta él y le volvió de frente. El capitán dijo:
—Usted es un... demonio.
—Ha visto usted mi cara —respondió Faber, y le mató.

*EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS (fragmento)

Una mujer enorme estaba sentada en el suelo bajo la techumbre. Era una montaña de carne coronada por un gran pañuelo color turquesa en la cabeza. Vestía de amarillo y azul, con el pecho cubierto de collares de cuentas multicolores.
Se presentó como mensajera entre el mundo de los espíritus y el mundo material, adivina y sacerdotisa vudú. En el suelo había una tela pintada con dibujos en blanco y negro; la rodeaban varias figuras de dioses o demonios en madera, algunos mojados con sangre fresca de animales sacrificados, otros llenos de clavos, junto a los cuales se veían ofrendas de frutas, cereales, flores y dinero. La mujer fumaba unas hojas negras enrolladas como un cilindro, cuyo humo espeso hizo lagrimear a los jóvenes.
Alexander trató de soltarse de las manos que lo inmovilizaban,
pero ella lo fijó con sus ojos protuberantes, al tiempo que lanzaba un rugido profundo. El muchacho reconoció la voz de su animal totémico, la que oía en trance y emitía cuando adoptaba su forma.
—¡Es el jaguar negro! —exclamó Nadia a su lado.
La sacerdotisa obligó al chico americano a sentarse frente a ella, sacó del escote una bolsa de cuero muy gastado y vació su contenido sobre la tela pintada. Eran unas conchas blancas, pulidas por el uso. Empezó a mascullar algo en su idioma, sin soltar el cigarro, que sujetaba con los dientes.
—Anglais? English? —preguntó Alexander.
—Vienes de otra parte, de lejos. ¿Qué quieres de Ma Bangesé? —replicó ella, haciéndose entender en una mezcla de inglés y vocablos africanos.
Alexander se encogió de hombros y sonrió nervioso, mirando de reojo a Nadia, a ver si ella entendía lo que estaba sucediendo. La muchacha sacó del bolsillo un par de billetes y los colocó en una de las calabazas, donde estaban las ofertas de dinero.
—Ma Bangesé puede leer tu corazón —dijo la mujerona, dirigiéndose a Alexander.
—¿Qué hay en mi corazón?
—Buscas medicina para curar a una mujer —dijo ella.
—Mi madre ya no está enferma, su cáncer está en remisión… —murmuró Alexander, asustado, sin comprender cómo una hechicera de un mercado en África sabía sobre Lisa.
—De todos modos, tienes miedo por ella —dijo Ma Bangesé. Agitó las conchas en una mano y las hizo rodar como dados—. No eres dueño de la vida o de la muerte de esa mujer —agregó.
—¿Vivirá? —preguntó Alexander, ansioso.
—Si regresas, vivirá. Si no regresas, morirá de tristeza, pero no de enfermedad.
—¡Por supuesto que volveré a mi casa! —exclamó el joven.
—No es seguro. Hay mucho peligro, pero eres valiente. Deberás usar tu valor, de otro modo morirás y esta niña morirá contigo —declamó la mujer señalando a Nadia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Alexander.
—Se puede hacer daño y se puede hacer el bien. No hay recompensa por hacer el bien, sólo satisfacción en tu alma. A veces hay que pelear. Tú tendrás que decidir.
—¿Qué debo hacer?
—Mama Bangesé sólo ve el corazón, no puede mostrar el camino. —Y volviéndose hacia Nadia, quien se había sentado junto a Alexander, le puso un dedo en la frente, entre los ojos—. Tú eres mágica y tienes visión de pájaro, ves desde arriba, desde la distancia. Puedes ayudarlo —dijo.
Cerró los ojos y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, mientras el sudor le corría por la cara y el cuello. El calor era insoportable. Hasta ellos llegaba el olor del mercado: fruta podrida, basura, sangre, gasolina. Ma Bangesé emitió un sonido gutural, que surgió de su vientre, un largo y ronco lamento que subió de tono hasta estremecer el suelo, como si proviniera del fondo mismo de la tierra.

*MARINA (fragmento)


Nadie había cambiado una bombilla en aquella escalera por lo menos en treinta años. Los peldaños resultaban resbaladizos y gastados. Los rellanos, pozos de oscuridad y silencio. Una claridad temblorosa exhalaba de una claraboya en el ático. Allí revoloteaba una paloma atrapada.
La puerta del cuarto segunda era una losa de madera labrada
con un picaporte de aspecto ferroviario. Llamé un par de veces y escuché el eco del timbre perdiéndose en el interior del piso.
Transcurrieron unos minutos. Llamé de nuevo. Dos minutos más. Empecé a pensar que había penetrado en una tumba. Uno de los cientos de edificios fantasmas que embrujaban el casco antiguo de Barcelona.
De pronto la rejilla de la mirilla se descorrió. Hilos de luz cortaron la oscuridad. La voz que escuché era de arena. Una voz que no había hablado en semanas, tal vez meses.
-¿Quién va?
-¿Señor Kolvenik? ¿Mijail Kolvenik? -pregunté. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor?
La mirilla se cerró de golpe. Silencio.
Iba a llamar de nuevo cuando la puerta del piso se abrió. Una silueta se recortó en el umbral. El sonido de un grifo en una pila llegaba desde el interior del piso.
-¿Qué quieres, hijo?
-¿Señor Kolvenik?
-No soy Kolvenik -atajó la voz. Mi nombre es Sentís. Benjamín Sentís.
-Perdone, señor Sentís, pero me han dado esta dirección y...
Le tendí la tarjeta que me había entregado el mozo de estación. Una mano rígida la agarró y aquel hombre, cuyo rostro no podía ver, la examinó en silencio durante un buen rato antes de devolvérmela.
-Mijail Kolvenik no vive aquí desde hace ya muchos años.
-¿Le conoce? -pregunté. ¿Tal vez pueda usted ayudarme?
Otro largo silencio.
-Pasa -dijo finalmente Sentís.
Benjamín Sentís era un hombre corpulento que vivía en el interior de una bata de franela granate. Sostenía en los labios una pipa apagada y su rostro estaba tocado por uno de aquellos bigotes que empalmaban con las patillas, estilo Julio Verne.
El piso quedaba por encima de la jungla de tejados del barrio viejo y flotaba en una claridad etérea. Las torres de la catedral se distinguían en la distancia y la montaña de Montjuïc emergía a lo lejos. Las paredes estaban desnudas. Un piano coleccionaba capas de polvo, y cajas con diarios desaparecidos poblaban el suelo. No había nada en aquella casa que hablase del presente.
Benjamín Sentís vivía en pretérito pluscuamperfecto.
Nos sentamos en la sala que daba al balcón y Sentís examinó de nuevo la tarjeta.
-¿Por qué buscas a Kolvenik? -preguntó.
Decidí explicarle todo desde el principio, desde nuestra visita al cementerio hasta la extraña aparición de la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia. Sentís me escuchaba con la mirada perdida, sin mostrar emoción alguna. Al término de mi relato, un incómodo silencio medió entre nosotros.
Sentís me miró detenidamente. Tenía mirada de lobo, fría y penetrante.
-Mijail Kolvenik ocupó este piso durante cuatro años, al poco tiempo de llegar a Barcelona -dijo. Aún hay por ahí detrás algunos de sus libros. Es cuanto queda de él.
-¿Tendría usted su dirección actual? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?
Sentís se rió.
-Prueba en el infierno.
Le miré sin comprender.
-Mijail Kolvenik murió en 1948.

*LA REINA DE LOS CONDENADOS (fragmento)

Jesse gimoteaba en su sueño. Era una mujer delicada de treinta y cinco años, de largo y rizado pelo rojo. Yacía hundida en un informe colchón de plumas, en una cama de madera que se mecía colgada del techo con cuatro cadenas oxidadas. En algún lugar de la inmensa casa laberíntica, un reloj dio la hora. Debía levantarse. Quedaban dos horas antes del concierto de El Vampiro Lestat.
Pero ahora no podía dejar a las gemelas. Aquello era nuevo para ella, aquella parte que se revelaba tan rápidamente, en especial en un sueño de confusión enloquecedora, como habían sido todos los sueños de las gemelas.
Ahora sabía que las gemelas volvían a estar en el reino del desierto. La turba que las rodeaba era peligrosa. Y las gemelas, ¡qué aspecto tan diferente tenían, qué pálidas estaban! Quizás aquel brillo fosforescente fuera una ilusión, pero en realidad parecía que resplandecían en la semioscuridad, y sus movimientos eran lánguidos, como si estuvieran atrapadas en el ritmo de una danza.
Mientras estaban abrazadas les lanzaban antorchas; pero mira, hay algo que está mal, muy mal. Una de ellas es ahora ciega. Sus párpados estaban cerrados, con la tierna piel arrugada y hundida. Sí, le habían arrancado los ojos. Y la otra, ¿por qué hacía aquellos terribles sonidos? «Cálmate, no luches más», decía la ciega en el viejo lenguaje siempre comprensible de los sueños. Y de la otra gemela salió un gemido hórrido, gutural. No podía hablar. ¡Le habían cortado la lengua! «No quiero ver nada más, quiero despertarme.» Pero los soldados se abrían camino a empujones por entre la masa, algo espantoso iba a ocurrir, y las gemelas se quedaron muy quietas. Los soldados las cogen, y las separan, a rastras. «¡No las separéis! ¿No sabéis lo que significa para ellas? Apartad las antorchas. ¡No las queméis! No queméis su pelo rojo.»
La gemela ciega extendió las manos buscando a su hermana, chillando su nombre: «¡Mekare!» y Mekare, la muda, la que no podía responder, rugió como una bestia herida. La muchedumbre abría un corredor, haciendo un paso para dos inmensos ataúdes de piedra, cada uno transportado en unas grandes y pesadas andas. Los sarcófagos eran toscos; pero las tapas tenían la forma aproximada de cuerpos humanos, de rostros humanos, de miembros humanos. «¿Qué han hecho las gemelas para que las pongan en los ataúdes? No puedo soportarlo.»
Depositan las andas en el suelo, arrastran a las gemelas hacia los ataúdes, levantan las toscas tapas de roca. «¡No lo hagáis!» La ciega está luchando como si viera, pero la dominan, la levantan y la depositan dentro del receptáculo de piedra. Muda y aterrorizada, Mekare observa, pero también a ella la arrastran hacia el otro ataúd. «¡No bajéis la tapa, o gritaré por Mekare! ¡Por ambas...!»
Jesse se sentó bruscamente, con los ojos desorbitados. Había gritado. Sola en la casa, sin nadie que la pudiera oír, había gritado y aún podía sentir el eco. Luego, nada; excepto la quietud que se posaba a su alrededor, y el leve crujir de la cama al moverse en sus cadenas. El canto de los pájaros en el exterior, en el bosque, en lo profundo del bosque; y su propia, rara, conciencia de que el reloj había dado las seis. El sueño se desvanecía. Trató desesperadamente de aferrarse a él, de ver los detalles que siempre se le escapaban: los vestidos de aquella extraña gente, las armas que llevaban los soldados, los rostros de las gemelas. Pero ya había desaparecido. Sólo quedaban el hechizo y una aguda consciencia de lo que había sucedido..., y la certeza de que El Vampiro Lestat estaba relacionado con aquellos sueños.

*SHIKÉ (fragmento)

Al fin, al amanecer, las olas de asalto cesaron. Las pocas tropas que aún quedaban en la franja de tierra abajo de las murallas retrocedieron apresuradamente a través del foso, perseguidas por flechas de los samuráis y de los chinos. El hua pao cesó de escupir fuego. Las catapultas mongoles siguieron arrojando piedras y bolas de fuego, pero con menos frecuencia. Los diversos incendios a través de la ciudad estaban bajo control.
El sol no salió. Espesas nubes grises avanzaron desde el sur, y para satisfacción de Yukio, comenzó a llover fuertemente. La lluvia protegería a la ciudad del fuego y representaría grandes escollos para los sitiadores. Jebu y Yukio se sentaron junto al parapeto y limpiaron la sangre de las espadas, para evitar, que se oxidaran las hojas.
-Perdemos tantos cada vez que peleamos con los mongoles, que pronto nos quedaremos solos -se dolió Yukio con fatiga-. Qué mal jefe soy, al haber traído a estos hombres desde tan lejos para que mueran todos en una tierra extraña.
***
El gobernador Liu se bajó de su sillón de marfil y agarró a Yukio y a Jebu por los brazos.
-Deberían estar durmiendo y no gastando su tiempo en hablar con este viejo.
Jebu sonrió; los ojos del gobernador estaban rojos.
-Dudo que Su Excelencia haya dormido esta noche.
Yukio le informó de que doscientos soldados chinos y más de un centenar de samuráis estaban muertos o gravemente heridos, pero que los dos dragones blancos ondeaban aún sobre Kweilin. El gobernador informó:
-Mis exploradores dicen que el tarkhan mongol, Arghun Baghadur, viene en camino trayendo el refuerzo de dos tunans más, veinte mil hombres, que su soberano, el Gran Kan Mangu, le ha asignado. Bajo el mando de un general como Arghun, y con tal supe rioridad numérica, los mongoles tomarán Kweilin con toda seguridad. Estamos entrando en la temporada de lluvias fuertes y eso les puede retardar el paso, pero el final sigue siendo inevitable.
-Se nos prometió que si necesitábamos refuerzos nos los podrían enviar por el Kwei Kiang desde Cantón -repuso Yukio.
-Es tiempo de pedidos -asentó Liu. Hizo una seña a su hijo, Un oficial de alto rango en las tropas chinas. La armadura del joven Liu estaba mellada y golpeada. Se apartó de la pared de la sala de audiencias del gobernador y se arrodilló a sus pies.
-Irás a Cantón, hijo mío. Partirás esta noche por la puerta del río.

*LA LADRONA DE LIBROS (fragmento)

* PANORÁMICA DE
HIMMELSTRASSE *
Los edificios parecían soldados unos a otros, casitas y bloques de pisos de apariencia nerviosa.
Había nieve sucia en el suelo como si fuera una alfombra.
Había cemento, árboles parecidos a percheros vacíos y un aire gris.
En el coche también iba un hombre que se quedó con la niña mientras frau Heinrich desapareció en el interior. No hablaba. Liesel supuso que estaba allí para asegurarse de que no echaría a correr o para obligarla aentrar si les causaba algún problema. No obstante, más tarde, cuando
llegó el problema, se limitó a quedarse sentado y mirar. Tal vez él sólo era el último recurso, la solución definitiva.
Al cabo de unos minutos, salió un hombre muy alto: Hans Hubermann, el padre de acogida de Liesel.
A un lado estaba frau Heinrich, deestatura media, y al otro la figura retacona de Rosa Hubermann, que parecía
un pequeño armario con un abrigo echado encima. Tenía andares de pato y hubiera podido decirse que era guapa si no fuera por la cara, como de cartón arrugado, y por la expresión de fastidio que parecía expresar que todo aquello rozaba el límite de lo tolerable. Su marido andaba derecho, con un cigarrillo consumiéndose entre los dedos. Los liaba él mismo.
*EL PROBLEMA: Liesel no quería bajar del coche.*
—Was ist los mit dem Kind? —preguntó Rosa Hubermann y volvió a repetir—: ¿Qué le pasa a esa niña? —Asomó la cabeza por la puerta del coche—. Na, komm. Komm.
Desplazó el asiento delantero y un pasillo de luz fría la invitó a salir, pero ella siguió sin moverse.
Fuera, a través de la circunferencia que había dibujado en el cristal, Liesel vio los dedos del hombre alto que sostenían el cigarrillo. La ceniza caía de una sacudida y daba muchas vueltas antes de llegar al suelo.
Fueron necesarios casi quince minutos para convencerla de que saliera del coche. Sólo lo consiguió el hombre alto. Con calma.
Después se aferró con fuerza a la puerta de la verja.
Las lágrimas acudieron en tropel a sus ojos tropezando unas con otras, mientras seguía agarrada a la puerta y se negaba a entrar. La gente empezó a formar corrillos en la calle hasta que Rosa Hubermann comenzó a proferir insultos y todo el mundo se volvió por el mismo camino por donde habían venido.
*TRADUCCIÓN DEL COMUNICADO DE ROSA HUBERMANN*
¿Qué estáis mirando, imbéciles?
Al final, Liesel Meminger se avino a entrar, con cautela. Hans Hubermann le dio una mano. Llevaba la maletita en la otra. En su interior, enterrado entre las capas de ropa doblada, había el pequeño libro negro que, por lo que sabemos, hacía horas que buscaba un sepulturero de catorce
años en un pueblo sin nombre. «Se lo prometo —me lo imagino diciéndole a su jefe—. No tengo ni idea de lo que ha podido ocurrir. Lohe buscado por todas partes. ¡Por todas partes!» Estoy segura de que jamás habría sospechado de la niña y, sin embargo, ahí estaba, entre su ropa, un libro negro con letras plateadas:
MANUAL DEL SEPULTURERO
Doce pasos para ser un sepulturero de éxito.
Publicado por la Asociación de Cementerios de Baviera.

La ladrona de libros había dado su primer golpe: sería el comienzo de una ilustre carrera.

*LA CATEDRAL DEL MAR (fragmento)

—Dicen que es el fin del mundo —se lamentó un día Arnau al entrar en su casa—. Barcelona entera ha enloquecido. Los flagelantes, se hacen llamar. —Maria estaba de espaldas a él. Arnau se sentó a la espera de que su mujer lo descalzase y continuó hablando—:Van por las calles a cientos, con el torso descubierto, gritan que se acerca el día del juicio final, confiesan sus pecados a los cuatro vientos y se flagelan la espalda con látigos. Algunos la tienen en carne viva y continúan...—
Arnau acarició la cabeza de Maria, arrodillada frente a él. Ardía—. ¿Qué...?
Buscó la barbilla de su mujer con la mano. No podía ser. Ella no.
Maria levantó unos ojos vidriosos hacia él. Sudaba y tenía el rostro congestionado. Arnau intentó levantarle más la cabeza para verle el cuello, pero ella hizo un gesto de dolor.
—¡Tú no! —exclamó Arnau.
Maria, arrodillada, con las manos en las esparteñas de su esposo, miró fijamente a Arnau mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas.
—Dios, tú no. ¡Dios! —Arnau se arrodilló junto a ella.
—Vete, Arnau —balbuceó Maria—. No te quedes junto a mí.
Arnau intentó abrazarla, pero al cogerla por los hombros, Maria volvió a hacer una mueca de dolor.
—Ven —le dijo alzándola lo más suavemente que pudo. Maria, sollozando, volvió a insistir
en que se fuera—. ¿Cómo voy a dejarte? Eres todo lo que tengo... ¡lo único que tengo! ¿Qué haría yo sin ti? Algunos se curan, Maria. Tú te curarás. Tú te curarás. —Intentando consolarla la llevó hasta la alcoba y la tumbó sobre la cama. Allí pudo ver su cuello, un cuello que recordó precioso y que ahora empezaba a ennegrecer—. ¡Un médico! —gritó abriendo la ventana y asomándose al balcón. Nadie pareció oírle. Sin embargo, aquella misma noche, cuando las bubas empezaban a adueñarse del cuello de Maria, alguien marcó su puerta con una cruz de cal.
Arnau sólo pudo poner paños de agua fría sobre la frente de Maria. Tumbada en la cama, la mujer tiritaba. Incapaz de moverse sin sufrir terribles dolores, sus sordos quejidos erizaban el vello de Arnau. Maria tenía la vista perdida en el techo. Arnau vio cómo crecían las bubas del cuello y la piel se volvía negra.
«Te quiero, Maria. ¿Cuántas veces habría querido decírtelo?» Le cogió la mano y se arrodilló junto a la cama. Así pasó la noche, agarrado a la mano de su mujer, tiritando y sudando con ella, clamando al cielo con cada espasmo que sufría Maria.
La amortajó con la mejor de las sábanas que tenían y esperó a que pasara el carro de los muertos. No la dejaría en la calle. Él mismo la entregaría a los funcionarios. Así lo hizo. Cuando oyó el cansino repiquetear de los cascos del caballo, cogió el cadáver de Maria y lo bajó hasta la calle.
—Adiós —le dijo besándola en la frente.
Los dos funcionarios, enguantados y con los rostros tapados con paños gruesos, miraron sorprendidos cómo Arnau destapaba la cara de Maria y la besaba. Nadie quería acercarse a los apestados, ni siquiera sus seres queridos, que los abandonaban en la calle o, como mucho, los llamaban a ellos para que los recogiesen en los lechos en que habían encontrado la muerte. Arnau
entregó su esposa a los funcionarios, que, impresionados, intentaron dejarla con cuidado sobre la decena de cadáveres que portaban.
Con lágrimas en los ojos, Arnau miró cómo se alejaba el carro hasta que se perdió en las calles de Barcelona.
Él sería el siguiente: entró en su casa y se sentó a esperar la muerte, deseoso de reunirse con Maria. Tres días enteros estuvo Arnau aguardando la llegada de la peste, palpándose constantemente el cuello en busca de una hinchazón que no llegaba. Las bubas no aparecieron y Arnau acabó convenciéndose de que, de momento, el Señor no lo llamaba a su lado, junto a su esposa.

*LOS PILARES DE LA TIERRA (fragmento)

Las mujeres mayores, al observar su ancha cintura y los abultados senos, imaginaron que estaba embarazada y supusieron que el prisionero era el padre de la criatura por nacer, pero nadie más observó nada salvo sus ojos. Hubiera podido ser bonita, pero tenía los ojos muy hundidos, de mirada intensa y de un asombroso color dorado, tan luminosos y penetrantes que cuando miraba a alguien sentía como si pudiera ver hasta el fondo de su corazón y tenía que apartar la mirada ante el temor de que pudiera descubrir sus secretos. Iba vestida de harapos y las lágrimas le caían por las suaves mejillas.
El conductor del carro miró expectante al alguacil y éste al sheriff, a la espera de la señal de asentimiento. El joven sacerdote de aspecto siniestro, con gesto impaciente, dio al sheriff con el codo, pero éste hizo caso omiso. Dejó que el ladrón siguiera cantando. Se hizo un silencio impresionante mientras el hombre feo de voz maravillosa mantenía a raya a la muerte.
Al anochecer, el cazador cogió su presa.
El ruiseñor jamás su libertad.
Todas las aves y todos los hombres tienen que morir,
pero las canciones pueden vivir eternamente.
Una vez acabada la canción, el sheriff miró al alguacil y le hizo un gesto de asentimiento.
Éste gritó "¡Jop!", azotando el flanco del buey con una cuerda al tiempo que el carretero hacía chasquear también su látigo. El buey avanzó haciendo tambalearse al preso, el buey arrastró el carro y el preso quedó colgando en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del ladrón se rompió con un chasquido.
Se oyó un alarido y todos miraron a la muchacha.
No era ella la que había gritado sino la mujer del cuchillero, que se encontraba a su lado. Sin embargo la joven era el motivo del grito. Había caído de rodillas frente a la horca, con los brazos alzados y extendidos ante ella. Era la postura que se adoptaba para lanzar una maldición. La gente se apartó temerosa pues todos sabían que las maldiciones de quienes habían sufrido una injusticia eran especialmente efectivas y todos habían sospechado que algo no marchaba bien en aquel ahorcamiento.
Los chiquillos estaban aterrados.
La joven dirigió la mirada de sus ojos dorados e hipnóticos a los tres forasteros, el caballero, el monje y el sacerdote. Y entonces lanzó su maldición, subiendo el tono de su voz a medida que pronunciaba las palabras:
—Yo os maldigo. Sufriréis enfermedades y pesares, hambre y dolor. Vuestra casa quedará destruida por el fuego y vuestros hijos morirán en la horca. Vuestros enemigos prosperarán y vosotros envejeceréis entre sufrimientos y remordimientos, y moriréis atormentados en la impureza y la angustia...
Mientras pronunciaba las últimas palabras, la muchacha cogió un saco que había en el suelo junto a ella y sacó un gallo joven y vivo. Sin saber de dónde, en su mano apareció un cuchillo y de un solo tajo le cortó la cabeza al gallo.
Mientras aún seguía brotando la sangre del cuello, la muchacha arrojó al gallo descabezado contra el sacerdote de pelo negro. No llegó a alcanzarle, pero la sangre le salpicó por todas partes, al igual que al monje y al caballero que le flanqueaban. Los tres hombres retrocedieron con una
sensación de asco, pero la sangre les alcanzó, salpicándoles en la cara y manchando sus ropas.
La muchacha se volvió y echó a correr.
El gentío le abría paso y se cerraba tras ella. Por último el sheriff mandó furioso a sus hombres de armas que fueran tras ella. Empezaron a abrirse paso entre la muchedumbre, apartando a empujones a hombres, mujeres y niños, pero la muchacha se perdió de vista en un santiamén y el sheriff sabía de antemano que aunque fuera tras ella no la encontraría.
Dio media vuelta fastidiado. El caballero, el monje y el sacerdote no habían visto la huida de la muchacha. Seguían con la mirada clavada en la horca. El sheriff siguió aquella mirada. El ladrón muerto colgaba del extremo de la cuerda con el rostro pálido y juvenil, con tintes azulados. Debajo de su cuerpo, que oscilaba levemente, el gallo descabezado, aunque no del todo muerto, corría en derredor de él formando un círculo desigual sobre la nieve manchada con su misma sangre.

*LA SOMBRA DEL VIENTO (fragmento)

El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me resultaban vagamente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde. Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de un incunable.
Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición con el traje de los domingos.
—Si me dice en qué puedo servirle...
—Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted el dueño de este establecimiento?
—No. El dueño es mi padre.
—¿Y su nombre es?
—¿El mío o el de mi padre?
El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.
—Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.
—Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su visita, si no está interesado en un libro?
—El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en particularinvertidos y maleantes.
Le observé atónito.
—¿Perdón?
El individuo me clavó la mirada.
—Hablo de maricones y ladrones. No me diga que no sabe de lo que hablo.
—Me temo que no tengo la más remota idea, ni interés alguno en seguir escuchándole.
El individuo asintió, adoptando un gesto hostil y airado.
—Pues va a tener que joderse. Supongo que está usted al corriente de las actividades del ciudadano Federico Flaviá.
—Don Federico es el relojero del barrio, una excelente persona y dudo mucho de que sea un maleante.
—Hablaba de maricones. Me consta que la moñarra esa frecuenta su establecimiento, supongo que para comprarles novelillas románticas y pornografía.
—¿Y puedo preguntarle a usted qué le importa?
Por toda respuesta extrajo su billetero y lo tendió abierto sobre el mostrador. Reconocí una tarjeta de identificación policial mugrienta con el semblante del individuo, algo más joven. Leí hasta donde decía «Inspector jefe Francisco Javier Fumero Almuñiz».
—Joven, a mí hábleme con respeto o les meto a usted y a su padre un paquete que se les va a caer el pelo por vender basura bolchevique. ¿Estamos?
Quise replicar, pero las palabras se me habían quedado congeladas en los labios.
—Pero bueno, el maricón ese no es lo que me trae hasta aquí hoy. Tarde o temprano acabará en jefatura, como todos los de su catadura, y ya lo espabilaré yo. Lo que me preocupa es que tengo informes de que están ustedes empleando a un chorizo vulgar, un indeseable de la peor calaña.
—No sé de quién me habla usted, inspector.
Fumero rió su risita servil y pegajosa, de camarilla y comadreo.
—Dios sabe qué nombre utilizará ahora. Hace años hacía llamar Wilfredo Camagüey, as del mambo, y decía ser experto en vudú, profesor de danza de don Juan de Borbón y amante de Mata Hari. Otras veces adopta nombres de embajadores, artistas de variedades o toreros. Ya hemos perdido la cuenta.
—Siento no poder ayudarle, pero no conozco a nadie llamado Wilfredo Camagüey.
—Seguro que no, pero sabe a quién me refiero, ¿verdad?
—No.
Fumero rió de nuevo. Aquella risa forzada y amanerada le definía y resumía como un índice.
—A usted le gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad? Mire, yo he venido aquí en plan de amigo para advertirles y prevenirles de que quien mete a un indeseable en casa acaba con los dedos escaldados y usted me trata de embustero.
—En absoluto. Yo le agradezco su visita y su advertencia, pero le aseguro que no ha...
—A mí no me venga con estas mierdas, porque si me sale de los cojones le pego un par de hostias y le cierro el chiringuito, ¿estamos? Pero hoy estoy de buenas, así que le voy a dejar sólo con la advertencia. Usted sabrá qué compañías elige. Si le gustan los maricones y los ladrones, es que tendrá usted algo de ambos. Conmigo, las cosas claras. O está usted de mi lado o contra mí. Así es la vida. ¿En qué quedamos?
No dije nada. Fumero asintió, soltando otra risita.
—Muy bien, Sempere. Usted mismo. Mal empezamos usted y yo. Si quiere problemas, los tendrá. La vida no es como las novelas, ¿sabe usted? En la vida hay que tomar un bando. Y está claro cuál ha elegido usted. El de los que pierden por burros.
—Le voy a pedir que se vaya usted, por favor.
Se alejó hacia la puerta arrastrando su risita sibilina.
—Volveremos a vernos. Y dígale a su amigo que el inspector Fumero le tiene echado el ojo y que le envía muchos recuerdos.

*LOS NIÑOS DEL BRASIL (fragmento)

—Ya saben lo que van a hacer —empezó el hombre de blanco— y también que la tarea es larga. Ahora les daré los detalles —inclinó la cabeza hacia delante, mirando hacia abajo a través de las gafas—. En los próximos dos años y medio tienen que morir noventa y cuatro hombres en fechas aproximadas —repuso, mientras leía—. Dieciséis de ellos están en Alemania Occidental, catorce en Suecia, trece en Inglaterra, doce en los Estados Unidos, diez en Noruega, nueve en Austria, ocho en Holanda y seis en Dinamarca y Canadá. El total es de noventa y cuatro. El primero debe morir aproximadamente el 16 de octubre; el último, alrededor del 23 de abril de 1977.
Se recostó en su asiento y volvió a mirarles.
—¿Por qué deben morir esos hombres? ¿Y por qué aproximadamente en esas fechas específicas? —sacudió la cabeza—. Ahora no; más adelante se les podrá explicar por qué. Pero sí puedo decirles lo siguiente: la muerte de esos hombres es el paso final de una operación a la que tanto yo como los líderes de la Organización hemos consagrado muchos años, esfuerzos enormes, y una gran parte de la fortuna de la Organización. Es la operación más importante que haya emprendido jamás, y les advierto que «importante» es una palabra infinitamente débil para describirla. Están en juego la esperanza y el destino de la raza aria. Y al decirlo no exagero, amigos míos; es la verdad literal: el destino de los pueblos arios, su predominio sobre los esclavos y los semitas, sobre los negros y los amarillos, se cumplirá si la operación tiene éxito y no se cumplirá si la operación fracasa. De manera que «importante» no es una palabra suficientemente fuerte, ¿no lo creéis? ¿«Sagrada», quizás? Sí, eso se aproxima más. Todos ustedes participan en una operación sagrada.
Levantó su cigarrillo, le dio un golpecito contra el cenicero para quitarle la ceniza y luego se llevó cuidadosamente la colilla a los labios.


*LOS HIJOS DE HURIN (fragmento)


Yo soy el Rey Mayor: Melkor, el primero y más poderoso de los Valar, que fue antes que el mundo, y que hizo el mundo.
La sombra de mi propósito se extiende sobre Arda, y todo lo que hay en ella cede lenta e inflexiblemente a mi voluntad. Pero sobre todos los que tú ames mi pensamiento pesará como una nube fatídica, y los envolverá en oscuridad y desesperanza.
Dondequiera que vayan, se levantará el mal. Toda vez que hablen, sus palabras tendrán designios torcidos. Todo lo que hagan se volverá contra ellos. Morirán sin esperanza, maldiciendo a la vez la vida y la muerte.
Pero Húrin respondió:
—¿Olvidas con quién hablas? Las mismas cosas dijiste hace mucho a nuestros padres; pero escapamos de tu sombra.—Esto último te diré entonces, esclavo Morgoth —dijo Húrin—,no perseguirás a los que te rechazan más allá delos Círculos del Mundo.
—Más allá de los Círculos del Mundo no los perseguiré —dijo Morgoth— porque nada hay allí. Pero dentro de ellos no se me escaparán en tanto no entren en la Nada.
—Mientes —dijo Húrin.
—Ya lo verás, y confesarás que no miento —dijo Morgoth. Y llevando a Húrin de nuevo a Angband, lo sentó en una silla de piedra sobre un sitio elevado de Thangorodrim, desde donde podía ver a lo lejos la tierra de Hithlum al oeste y las tierras de Beleriand al sur. Allí quedó sujeto por el poder de Morgoth; y Morgoth, de pie al lado de él, lo maldijo otra vez y le impuso su poder de manera que Húrin no podía ni moverse ni morir, en tanto Morgoth no lo liberara.
—Ahora quédate ahí sentado —dijo Morgoth—, y contempla las tierras donde aquellos que me has entregado conocerán el mal y la desesperación. Porque has osado burlarte de mí y has cuestionado el poder de Melkor, Amo de los destinos de Arda. Por tanto, con mis ojos verás y con mis oídos oirás, y nada te será ocultado.

*SIN NOTICIAS DE GURB (fragmento)


15.00 Regreso a casa. En la puerta del ascensor hay un cartel que dice: NO FUNCIONA. Se refiere sin duda al ascensor. Decido subir a pie.
15.02 Al pasar frente a la puerta del piso de mi vecina me detengo. En el interior suenan voces. Desmonto el timbre, me introduzco el cable eléctrico en las orejas y escucho. ¡Es ella! Al parecer, su hijo se muestra remiso a ingerir un plato de verdura. Ella la insta a comer diciéndole que si no come no crecerá ni será fuerte como Supermán; por si estos argumentos no bastan, añade que si no se traga toda la coliflor en menos de cinco minutos le partirá los dientes con el taburete de la cocina. Me avergüenzo de hollar de este modo la intimidad de su hogar, dejo los cables colgando de la caja y continúo subinedo las escaleras.
15.15 Me como los diez kilogramos de churros que he comprado. Me gustan tanto que, acabado el último, me como también el papel aceitado que los envolvía.
16.00 Tendido en la cama y con la vista clavada en el techo, del que cuelgan varias arañas grandes como melones, pienso en mi vecina. Por más que me devano los sesos (que no tengo), no doy con la forma idónea de abordarla. Llamar a su puerta e invitarla a cenar no me parece prudente ni oportuno. Tal vez la invitación debería ir precedida de un obsequio. En ningún caso debo enviarle dinero, pero, si a pesar decidiera enviárselo, mejor en billetes de banco que en monedas. Las joyas presuponen una relación más formal. Un perfume es un regalo delicado, pero muy personal; se corre el riesgo de no acertar el gusto de la persona a la que se desea obsequiar. Laxantes, emulsivos, apósitos, vermicidas, antirreumáticos y demás productos farmacéuticos, excluidos. Es muy probable que le gusten las flores y los animales domésticos. Podría enviarle una rosa y dos docenas de dobermans.

*IT ,ESO (fragmento)

No era la última página del álbum, pero sí la última que importaba, porque las siguientes estaban en blanco. La última fotografía era la del curso de George, tomada en octubre del año pasado, diez días antes de que muriera. Se lo veía con una camisa de marinero, el pelo rebelde aplastado con agua. Estaba muy sonriente, con dos huecos en la dentadura donde jamás crecerían dientes nuevos... "A menos que sigan creciendo después de la muerte", pensó Bill y se
estremeció.
Miró con fijeza la fotografía por un rato. Estaba por cerrar el libro cuando lo de diciembre volvió a ocurrir.
En la fotografía, los ojos de George se movieron. Buscaron los de Bill. Su sonrisa importada, de fotografía, se convirtió en una horrible mueca libidinosa. Su ojo derecho se cerró con un guiño: "Nos veremos pronto, Bill. En mi armario. Tal vez esta noche."
Bill arrojó el libro al otro lado de la habitación y se cubrió la boca con las manos.
El álbum chocó contra la pared y cayo al suelo, abierto. Las páginas se volvieron, aunque no había corriente de aire, y el libro quedó mostrando otra vez esa horrible foto, la que rezaba: "Amigos de la escuela, 1955-1958." La foto empezó a sangrar.
Bill quedó petrificado. Quiso gritar, pero de su boca sólo surgieron débiles gemidos. La sangre corrió por la página y comenzó a gotear al suelo.
Bill huyó de la habitación.

*EL CUENTO NÚMERO TRECE (fragmento)

Isabelle Angelfield era extraña.
Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.
Es imposible saber si esos dos hechos guardan relación. No obstante, cuando veinticinco años después Isabelle se marchó de casa por segunda vez, los vecinos echaron la vista atrás y recordaron la interminable lluvia que cayó el día de su nacimiento. Algunos recordaron como si fuera ayer que el médico llegó tarde, pues tuvo que enfrentarse a las inundaciones causadas por el desbordamiento del río. Otros recordaron, sin sombra de duda, que el cordón umbilical había permanecido enrollado en el cuello de la pequeña hasta casi estrangularla antes de poder nacer. Sí, fue un parto muy complicado, pues al dar las seis, justo cuando el bebé estaba saliendo y el médico tocaba la campana, ¿no había abandonado la madre este mundo y pasado al siguiente? Así que si el tiempo hubiera sido apacible y el médico hubiera llegado antes y si el cordón no hubiera privado a la niña de oxígeno y si la madre no hubiera muerto... Y si, y si, y si… De nada sirve ese tipo de razonamiento. Isabelle era como era y no hay nada más que decir al respecto.
La recién nacida, un bultito blanco de furia, era huérfana de madre. Y al principio, en la práctica, también fue huérfana de padre. George Angelfield se hundió. Se encerró en la biblioteca y se negó a salir. Quizá parezca algo excesivo; por lo general, diez años de matrimonio bastan para curar el afecto conyugal, pero Angelfield era un tipo extraño, como demostró en aquel momento. Había amado a su esposa, a su malhumorada, perezosa, egoísta y preciosa Mathilde. La había querido más de lo que quería a sus caballos, más incluso que a su perro. En cuanto a su hijo Charlie, un niño de nueve años, a George jamás se le ocurrió preguntarse si lo quería más o menos que a Mathilde, porque ni siquiera pensaba en Charlie.






*DE AÑORANZAS Y PESARES - "EL TRONO DE HUESOS DE DRAGÓN" (fragmento)

Sus ojos se abrieron todavía más cuando miró hacia abajo, a los jinetes blancos.
Josua dio un paso hacía adelante.
—Habláis de venganza —le gritó a la pálida multitud de abajo—, ¡pero eso es una mentira! Habéis venido por petición del Supremo Rey, de Elías..., un mortal. Servís a un mortal como si fueseis una paloma amaestrada. Venid, pues, ya que así lo queréis. ¡Os daréis cuenta de que no todos los clavos de Naglimund están oxidados y de que todavía resta una clase de hierro que puede matar a los sitha!
Un rasgado grito de apoyo se elevó de los soldados que todavía permanecían en las murallas. El primer jinete hizo que su caballo diese un paso.
—¡Somos la Mano Roja! —Su voz era tan fría como el granizo—. ¡No servimos a nadie más que a Ineluki, el Señor de las Tormentas! ¡Nuestras razones son asunto nuestro..., como tu muerte lo será tuyo!
Agitó la lanza por encima de la cabeza y los tambores volvieron a redoblar. Unos cuernos estridentes se dejaron oír junto al martillear de los instrumentos.
—¡Traed los carromatos! —gritó Josua desde el techo del torreón de la entrada—. ¡Obstruid el paso! ¡Van a tratar de tirar la puerta abajo!
Pero en lugar de traer un ariete para destrozar el acero y la madera de la puerta, las nornas permanecieron en silencio, observando cómo los cinco jinetes cabalgaban hacia adelante. Uno de los guardias que estaba sobre las almenas disparó una flecha, que fue seguida de una veintena más, pero al alcanzar a los jinetes pasaron a través de sus cuerpos, sin que aquéllos titubearan ni un instante.
Los tambores redoblaron con furia, gaitas y extrañas trompetas rugieron y rechinaron. Los jinetes desmontaron y aparecían y desaparecían en medio de relámpagos mientras daban las últimas zancadas que los separaban de la puerta. Con una pavorosa intencionalidad, el líder se quitó la capa encapuchada. Una luz escarlata pareció derramarse sobre él. Mientras la apartaba de sí, fue como si se volviese del revés; de pronto todo su cuerpo se convirtió en una inmaterial y ardiente llama roja. Los otros hicieron lo mismo. Cinco seres de movedizas y parpadeantes formas se revelaron ante ellos, más grandes que antes, con la altura de dos hombres, sin rostro y ondeando como una ardiente y rojiza seda.
Una negra boca se abrió en el rostro carente de ojos del cabecilla cuando levantó los brazos hacia la puerta y descansó sus manos en llamas sobre ella.
—¡Muerte! — bramó, y su voz pareció sacudir los cimientos de las murallas.


*LA CONJURA DE LOS NECIOS (fragmento)

Ignatius gruñó al repasar el reparto. Todos los que participaban en la película eran igualmente inaceptables. Había, en concreto, una diseñadora de decorados que le había sobrecogido demasiadas veces en el pasado. La heroína resultaba más ofensiva aún que en la película musical y circense. Aquí era una secretaria joven e inteligente a la que un hombre de mundo de edad madura intentaba seducir. La llevaba en un reactor privado a las Bermudas y la instalaba en una suite. En su primera noche juntos, a ella le salía un
sarpullido justo cuando el libertino iba a abrir la puerta de su dormitorio.
—¡Asquerosa! —gritó Ignatius, escupiendo palomitas a medio masticar sobre varias filas—. ¿Cómo se atreve a pretenderse virgen? Con esa cara de degenerada. ¡Viólala!
—Hay que ver qué gente más rara viene a las matines —dijo una señora que llevaba una bolsa dé compra a su acompañante—. Fíjate. Lleva un pendiente.
Luego hubo una escena de amor algo desenfocada, e Ignatius empezó a perder el control. Se daba cuenta de que la histeria comenzaba ya a desbordarle. Intentó guardar silencio, pero descubrió que no podía.
—Están fotografiándoles a través de varias telas —gritó—. Oh, Dios mío. Sabe Dios lo arrugados y repugnantes que serán en realidad esos dos. Me dan náuseas. ¿No puede alguien de la cabina de proyección cortar la corriente?
¡Por favor!
Y golpeó con el sable ruidosamente contra el lateral de su asiento. Una acomodadora vieja bajó por el pasillo e intentó quitarle el sable, pero Ignatius forcejeó con ella y la acomodadora resbaló y cayó al suelo. Se levantó y se alejó renqueante.
La heroína, creyendo que estaba en entredicho su honor, tuvo una serie
de fantasías paranoicas en las que estaba en la cama con su libertino. La cama corría por las calles y flotaba en una piscina del hotel.
—Santo cielo. ¿Y se considera una comedia esta indecencia? —gritó Ignatius en la oscuridad—. No me he reído ni una sola vez. Mis ojos apenas pueden creer en esta basura descolorida. A esa mujer habría que azotarla hasta que perdiere el conocimiento. Está socavando nuestra civilización. Es una agente comunista china enviada para destruirnos. ¡Por favor! Que alguien con
vergüenza corte la corriente. Se está corrompiendo a un centenar de personas en este cine.

*DE AÑORANZAS Y PESARES - "LA ROCA DEL ADIOS" (fragmento)

Los cuervos callaron de manera brusca.
—Venid acá —repitió el rey.
El conde de Utanyeat no podía separar la vista de la espada. El resto de la habitación se había hecho gris e insustancial. El arma parecía arder sin luz y daba al ambiente la pesadez de la piedra.
—¿Vais a matarme ahora, Elías? —preguntó Guthwulf con dificultad—. ¿Queréis evitarle ese trabajo a Pryrates?
—¡Tocad la espada, Guthwulf —ordenó el rey, con unos ojos que se diría que brillaban mas a medida que se oscurecía el aposento—. Acercaos y tocad la espada. Entonces lo entenderéis.
—No —contestó el conde débilmente, viendo con horror cómo su brazo se movía hacia adelante, como si tuviera una voluntad propia—. No quiero tocar esa maldita arma...
Pero su mano rodeaba ya la horrible y casi opaca hoja.
—¿Maldita? —rió Elías, con una voz que parecía lejana, al mismo tiempo que tomaba la mano del amigo con la delicadeza de un amante—. ¿A que no lo adivináis? ¿Sabéis cómo se llama esta espada?
Guthwulf vio que sus propios dedos estrechaban la desigual superficie metálica, y un mortal escalofrío le subió por el brazo, como si incontables agujas de hielo pincharan su carne. Y después del frío llegó una ardiente negrura. La voz de Elías pareció desvanecerse en la distancia.
…Jingizu es su nombre. Su nombre es Dolor…
En medio de la angustiosa niebla que envolvía su corazón, penetrando a través de la manta de escarcha que le cubría los ojos, los oídos y la boca, Guthwulf percibió el escalofriante canto de triunfo de la espada. Zumbaba dentro mismo de su persona, débilmente primero, pero cada vez con más intensidad… Una terrible y potente música que se adaptaba a sus ritmos y luego los devoraba, que sofocaba sus flojas y simples notas hasta absorber toda la canción de su alma en una oscura y triunfal tonada.
Dolor cantaba en su interior, llenándolo… El conde la oyó hablar dentro de sí, con su propia voz, como si él se hubiera convertido en la espada o la espada se hubiera convertido en Guthwulf. Dolor estaba viva y buscaba algo. También buscaba algo Guthwulf: había sido absorbido por la extraña melodía… Él y la espada eran una sola cosa.
Dolor buscaba s sus hermanas.
Y las halló.

*EL MAESTRO DE LA INOCENCIA (fragmento)

Había algo de humillante en tener que limitarse a esperar dentro de un carro, en una concurrida calle de Londres, cuando todas tus posesiones estaban amontonadas alrededor y expuestas a la curiosidad del público. Jem Kellaway se hallaba junto a una torre de sillas Windsor que su padre había hecho para la familia años atrás y veía horrorizado cómo los viandantes examinaban sin disimulo el contenido del carro.
Tampoco estaba acostumbrado a encontrarse con tantos desconocidos al mismo tiempo —la aparición de uno solo en su pueblo de Dorsetshire sería un acontecimiento comentado durante varios días—, ni a verse expuesto a su atención y escrutinio. Se agachó entre las pertenencias familiares, tratando de hacerse menos visible. Enjuto y nervudo, de ojos azules hundidos y pelo de color rubio rojizo que se le rizaba por debajo de las orejas, Jem no era una persona que llamase la atención, y la gente, más que en él, se fijaba en las posesiones de su familia.
Una pareja se detuvo y manoseó incluso los muebles como si estuviera palpando las peras en la carretilla de un vendedor para ver cuál estaba más madura: la mujer acarició el dobladillo de un camisón que asomaba por una bolsa descosida, y el hombre se apoderó de una de las sierras de Thomas Kellaway y comprobó lo puntiagudo de sus dientes. Cuando Jem le gritó «¡Oiga!», todavía le llevó su tiempo dejarla de donde la había cogido.









*DE AÑORANZAS Y PESARES - "A TRAVÉS DEL NIDO DE GHANTS" (fragmento)

Camaris continuaba inmóvil, como congelado, con los dedos extendidos sobre la cúspide del monumento. Por fin, se miró a sí mismo y, poco a poco, levantó el cuerno y lo observó durante un largo rato, como si jamás lo hubiera visto sobre la verde tierra. Cerró los ojos, se lo llevó a los labios con mano temblorosa y sopló.
El cuerno sonó. La primera y débil nota empezó a crecer y ganar fuerza, más y más potente cada vez, hasta que pareció conmover el aire mismo en un grito con resonancias de acero, de tormenta y de cascos. Camaris, con los ojos fuertemente cerrados, tomó una gran bocanada de aire y sopló de nuevo, con más potencia aún. El penetrante sonido voló como el viento por la colina y resonó en el valle; los ecos se superpusieron en la atmósfera hasta que el sonido se apagó.
Simón se dio cuenta de que se había tapado los oídos con las manos, al igual que otros muchos de los presentes.
Camaris contemplaba el cuerno de nuevo y al fin levantó el rostro hacia los que lo miraban. Algo había cambiado. Sus ojos resultaban más profundos, más entristecidos, con un destello de conciencia que antes faltaba. Movía los labios, se esforzaba por hablar, pero no salió ningún sonido más que un siseo ronco.
Miró entonces la empuñadura de Espina. Con movimientos lentos y deliberados, la desenvainó y la sostuvo ante sí: una franja negra y brillante que cortaba la luz de la tarde. Unas minúsculas gotas de lluvia cubrieron la hoja.
— Yo... debería haber sabido... que mi... tormento aún no había concluido, que mi culpa aún no estaba perdonada. —Su voz sonaba dolorosamente seca y ronca—. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, amoroso y terrible, heme aquí, vuestro humilde siervo! Reemprenderé mi servicio como castigo.
El anciano cayó de rodillas ante la atónita compañía. Permaneció en silencio un largo rato, aunque daba la impresión de que orara. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y se mezclaban con las gotas de lluvia haciendo refulgir su rostro bajo los oblicuos rayos del sol. Por fin, se puso en pie y se dejó conducir al interior por Isgrimnur y Josua.

*EL QUINTO DÍA (fragmento)

Hooper vio que el cangrejo estaba sobre la mano con la que Linda todavía se apoyaba. Detrás había otro. Y al lado otro más. Su mirada recorrió la roca que separaba la hondonada de la playa, y creyó estar viviendo una pesadilla.
La piedra oscura había desaparecido bajo decenas de cuerpos acorazados. Animales blancos sin ojos y provistos de pinzas se apiñaban por doquier.
Debían de ser millones.
Linda se quedó mirando los animales inmóviles.
—¡Oh Dios! —susurró.
En ese instante comenzó a subir la marea. Hooper ya había visto algunos cangrejos pequeños por la playa, pero pensaba que eran animales que se movían con torpeza, lenta y tranquilamente. Aquéllos en cambio eran rápidos. Eran terriblemente rápidos, como una ola que fluyera hacia ellos. Sus patas duras producían un leve repiqueteo sobre el suelo rocoso.
Linda se levantó, desnuda como estaba, y retrocedió. Hooper intentó recoger sus ropas, se tambaleó y se le cayeron unas cuantas prendas. El veloz ejército de cangrejos se abalanzó sobre ellas y Hooper dio un salto hacia atrás.
Los animales lo siguieron.
—No hacen nada —gritó contra su convicción, pero Linda ya se había dado la vuelta y trepaba corriendo por las rocas.
—¡Linda!
Tropezó y se cayó cuan larga era. Hooper corrió hacia ella. Al instante los cangrejos estaban por todos lados, pasaban por encima de ellos y trepaban por su cuerpo. Linda comenzó a dar gritos agudos de pánico. Hooper apartaba a los animales de la espalda de Linda y de sus propios brazos.
Gritando y con gesto demudado, Linda daba saltos mientras se pasaba las manos por el pelo. Los cangrejos subían por su cabeza. Hooper la agarró y la empujó hacia adelante. No quería hacerle daño, sólo quería ayudarla a salir de aquel alud que se derramaba sobre las rocas, pero Linda volvió a tropezar y lo arrastró. Hooper perdió pie, se cayó y sintió cómo las pequeñas corazas se hacían pedazos bajo su cuerpo. Los fragmentos se le clavaron dolorosamente en la carne. Dio manotazos para todos lados, sintió que centenares de patas filosas se deslizaban sobre él y vio que tenía los dedos manchados de sangre. Finalmente logró incorporarse y arrastrar a Linda consigo.

*DE AÑORANZAS Y PESARES - "LA TORRE DEL ÁNGEL VERDE" (fragmento)

—¿Quién está ahí?
Isgrimnur, que había estado dando cabezadas durante el largo silencio, dio un resoplido de sorpresa y buscó, con la mano, la empuñadura de Kvalnir.
—No lo soporto más —dijo sir Camaris, que se tambaleaba en la puerta como un árbol sacudido por el vendaval—. ¡Que Dios me proteja, que Dios me proteja! Ahora lo oigo incluso cuando estoy despierto. Y en la oscuridad no hay nada más...
—¿Se puede saber de qué habláis?
Josua se levantó y fue hacia él.
—No estáis bien, Camaris —añadió—. Venid y sentaos al lado del fuego. No hace un tiempo apropiado para pasear.
Camaris apartó la mano del príncipe.
—Debo irme. Es hora. Oigo el canto con tremenda claridad. ¡Es hora!
—¿Hora de qué? ¿De ir adónde ? ¡Ayudadme, Isgrimnur!
El duque se puso de pie como pudo, todo él envarado y dolorido. Tomó a Camaris de un brazo y comprobó que tenía los músculos tensos como nudos mojados.
«¡Está horrorizado! ¿Qué sucede, por el Rescatador?»
—Sentaos—insistió Josua, conduciéndolo a un taburete—. Decidnos qué os aflige.
El anciano caballero se apartó con brusquedad y dio unos vacilances pasos en dirección a la salida. La larga vaina de Espina chocaba contra su pierna.
—Se llaman entre sí. Se necesitan. La hoja irá a donde debe ir. ¡Ha llegado el momento!

*ZIG ZAG (fragmento)

—¡Virgen Santa! —murmuraba apretando algo en la mano; luego comprobó que era el bolígrafo con el que había estado anotando las cosas que hacía falta comprar cada semana, pero en ese momento lo aferraba como si se tratase de un crucifijo. En el rellano había varios vecinos. Todos miraban hacia arriba.
—¡Es en casa de Marini! —exclamó el señor Genovese, su vecino de enfrente, un joven diseñador gráfico que habría caído mucho mejor a la señora Portinari de no ser por sus evidentes tendencias homosexuales.
—¡El professore! —oyó desde otro piso.
El professore, pensó. ¿Qué le habría pasado a ese pobre hombre? ¿Y quién daba esos alaridos espantosos? Indudablemente era la voz de una mujer. Pero, fuera quien fuese, la señora Portinari estaba segura de no haber oído nunca gritos como aquéllos, ni siquiera durante el horrible episodio del incendio.
Entonces se escuchó un repiqueteo de pasos, el sonido de alguien que bajaba a toda prisa la escalera. Ni el señor Genovese ni ella reaccionaron al pronto. Se quedaron mirando atónitos el rellano, como unidos en una misma edad por la palidez y el espanto. Con el corazón en un puño, la señora Portinari se preparó para cualquier cosa: que se tratara del criminal o de la víctima. De forma intuitiva concluyó que no podía haber nada peor que escuchar aquellos aullidos de alma torturada formando trenzas de ecos sin poder ver quién los producía.
Pero cuando contempló al fin el rostro de quien gritaba supo, con absoluta certeza, que estaba equivocada.
Había algo mucho peor que los gritos.

*EL OCHO (fragmento)

La abadesa se incorporó, alzó dos pesadas piezas del tablero y se las entregó a las novicias.
Por turno, Valentine y Mireille besaron el anillo de la abadesa y, con sumo cuidado, llevaron sus extrañas posesiones a la puerta del estudio. Estaban a punto de salir cuando Mireille se dio la vuelta y habló por primera vez desde que habían entrado en la estancia.
—Reverenda madre, ¿me permite preguntarle adónde irá? Nos gustaría recordarla y enviarle nuestros buenos deseos dondequiera que esté.
—Haré un viaje con el que he soñado durante más de cuarenta años —respondió la abadesa—. Tengo una amiga a la que no visito desde la infancia. En aquellos tiempos... os diré que a veces Valentine me recuerda muchísimo a esa vieja amiga. La recuerdo tan alegre, tan llena de vitalidad...
La abadesa hizo silencio y a Mireille le pareció que se tornaba soñadora, si es que podía decirse semejante cosa de una persona tan augusta.
—Reverenda madre, ¿su amiga vive en Francia? —preguntó.
—No, vive en Rusia —respondió la abadesa.
Bajo la tenue luz gris de la mañana, dos mujeres ataviadas para el largo viaje salieron de la abadía y treparon a un carro de heno. Franquearon las impresionantes puertas y comenzaron a cruzar las estribaciones. Cayó una ligera bruma que las ocultó cuando atravesaron el valle distante.
Estaban asustadas. Se cubrieron con las esclavinas y se alegraron de cumplir una misión sagrada cuando volvieran a entrar en el mundo del que durante tanto tiempo habían estado aisladas. Pero no fue Dios quien las observó en silencio desde la cima de la montaña mientras el carro de heno descendía lentamente hacia la penumbra del lecho del valle.
En lo alto de una cumbre nevada, por encima de la abadía, un jinete solitario montaba un caballo claro. Observó el carro hasta que se fundió con la oscura bruma. Azuzó el caballo y se alejó al galope.

*LA CLAVE ESTÁ EN REBECA (fragmento)

El hombre bajó la escalera. Sonja lo observaba, pensando: «¿Y ahora qué?». Cuando llegó al suelo, el desconocido se quedó frente a ella. Era un hombre pequeño. De rostro agradable y movimientos rápidos y precisos. Llevaba ropas europeas: pantalones oscuros, zapatos negros lustrados y camisa blanca, de manga corta.
-Soy el inspector Kemel, y me honra conocerla.
Extendió la mano.
Sonja se dio la vuelta y se alejó, cruzó el cuarto hasta el diván y se sentó. Creía haber terminado con la policía. Ahora trataban de intervenir los egipcios. Se tranquilizó pensando que, al final, probablemente todo se arreglaría con un soborno. Tomó un sorbo de whisky mientras observaba a Kemel. Por fin dijo:
-¿Qué es lo que quiere? -Kemel se sentó sin que lo invitaran.
-Me interesa su amigo, Alex Wolff.
-No es mi amigo.
Kemel pasó por alto la frase.
-Los británicos me han dicho dos cosas del señor Wolff: una, que acuchilló a un cabo en Assyut; segunda, que ha tratado de pasar billetes ingleses falsificados en un restaurante de El Cairo. La historia no deja de ser curiosa. ¿Qué hacía en Assyut? ¿Por qué mató al militar? ¿Y dónde consiguió el dinero falso?
-No sé nada de ese hombre -dijo Sonja esperando que Wolff no llegara en ese momento.
-Pero yo sí -replicó Kemel-. Tengo otras informaciones, que los británicos pueden o no poseer. Sé quién es Alex Wolff. Su padrastro era abogado, aquí, en El Cairo. Su madre era alemana. También sé que Wolff es un nacionalista. Sé que fue su amante y sé que usted es nacionalista.
Sonja se había quedado helada. Permaneció inmóvil, sin probar la copa que se había servido, observando cómo el astuto detective exhibía las pruebas contra ella. No dijo nada.
Kemel continuó.
-¿Dónde consiguió el dinero falso? No fue en Egipto. No creo que haya aquí un impresor capaz de hacer ese trabajo. Y si lo hubiera, creo que fabricaría dinero egipcio. Por lo tanto, ese dinero proviene de Europa. Ahora bien, Wolff, también conocido como Achmed Rahmah, desapareció silenciosamente hace un par de años. ¿Adonde fue? ¿A Europa?
El regreso... Por la ruta de Assyut. ¿Por qué? ¿Quiso introducirse a hurtadillas en el país, pasar inadvertido? Quizá formaba parte de una organización de falsificadores ingleses y ahora ha vuelto con su parte de las ganancias. Pero no lo creo, porque no es un hombre pobre, ni tampoco un criminal. Así pues, hay un misterio.
«Lo sabe -pensó Sonja-. Dios mío, lo sabe.»
-Ahora los británicos me han pedido que vigile esta casa flotante y les informe sobre todas las personas que entran y salen. Ellos esperan que Wolff venga aquí. Entonces lo arrestarán, y luego obtendrán la respuesta. A menos que yo resuelva el rompecabezas primero.
¡Vigilancia sobre la casa flotante! Wolff nunca volvería. «Pero... ¿por qué me lo dice Kemel?», pensó Sonja.
-La clave, creo, está en el origen de Wolff: es a la vez alemán y egipcio. -Kemel se puso de pie y cruzó el cuarto para sentarse junto a Sonja y mirarla a la cara-. Creo que él está luchando en esta guerra. Creo que está luchando por Alemania y por Egipto. Creo que el dinero falso proviene de los alemanes. Creo que Wolff es un espía.
Sonja pensó: «Pero no sabe dónde encontrarlo. Por eso está aquí».
Kemel le clavó los ojos. Ella se volvió, temerosa de que pudiera adivinar sus pensamientos mirándole a la cara.
-Si Wolff es un espía, yo puedo capturarlo. O puedo salvarlo -dijo el detective.
Sonja se volvió bruscamente.
-Eso ¿qué significa?
—Quiero verle. En secreto.
-¿Por qué?
Kemel mostró una sonrisa astuta y cómplice.
-Sonja, usted no es la única que quiere que Egipto sea libre. Somos muchos. Queremos ver a los
británicos derrotados y no somos quisquillosos en cuanto a quién lo haga. Deseamos trabajar con losalemanes. Queremos ponernos en contacto con ellos. Queremos hablar con Rommel.