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*EL OCHO (fragmento)

La abadesa se incorporó, alzó dos pesadas piezas del tablero y se las entregó a las novicias.
Por turno, Valentine y Mireille besaron el anillo de la abadesa y, con sumo cuidado, llevaron sus extrañas posesiones a la puerta del estudio. Estaban a punto de salir cuando Mireille se dio la vuelta y habló por primera vez desde que habían entrado en la estancia.
—Reverenda madre, ¿me permite preguntarle adónde irá? Nos gustaría recordarla y enviarle nuestros buenos deseos dondequiera que esté.
—Haré un viaje con el que he soñado durante más de cuarenta años —respondió la abadesa—. Tengo una amiga a la que no visito desde la infancia. En aquellos tiempos... os diré que a veces Valentine me recuerda muchísimo a esa vieja amiga. La recuerdo tan alegre, tan llena de vitalidad...
La abadesa hizo silencio y a Mireille le pareció que se tornaba soñadora, si es que podía decirse semejante cosa de una persona tan augusta.
—Reverenda madre, ¿su amiga vive en Francia? —preguntó.
—No, vive en Rusia —respondió la abadesa.
Bajo la tenue luz gris de la mañana, dos mujeres ataviadas para el largo viaje salieron de la abadía y treparon a un carro de heno. Franquearon las impresionantes puertas y comenzaron a cruzar las estribaciones. Cayó una ligera bruma que las ocultó cuando atravesaron el valle distante.
Estaban asustadas. Se cubrieron con las esclavinas y se alegraron de cumplir una misión sagrada cuando volvieran a entrar en el mundo del que durante tanto tiempo habían estado aisladas. Pero no fue Dios quien las observó en silencio desde la cima de la montaña mientras el carro de heno descendía lentamente hacia la penumbra del lecho del valle.
En lo alto de una cumbre nevada, por encima de la abadía, un jinete solitario montaba un caballo claro. Observó el carro hasta que se fundió con la oscura bruma. Azuzó el caballo y se alejó al galope.

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