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*ZIG ZAG (fragmento)

—¡Virgen Santa! —murmuraba apretando algo en la mano; luego comprobó que era el bolígrafo con el que había estado anotando las cosas que hacía falta comprar cada semana, pero en ese momento lo aferraba como si se tratase de un crucifijo. En el rellano había varios vecinos. Todos miraban hacia arriba.
—¡Es en casa de Marini! —exclamó el señor Genovese, su vecino de enfrente, un joven diseñador gráfico que habría caído mucho mejor a la señora Portinari de no ser por sus evidentes tendencias homosexuales.
—¡El professore! —oyó desde otro piso.
El professore, pensó. ¿Qué le habría pasado a ese pobre hombre? ¿Y quién daba esos alaridos espantosos? Indudablemente era la voz de una mujer. Pero, fuera quien fuese, la señora Portinari estaba segura de no haber oído nunca gritos como aquéllos, ni siquiera durante el horrible episodio del incendio.
Entonces se escuchó un repiqueteo de pasos, el sonido de alguien que bajaba a toda prisa la escalera. Ni el señor Genovese ni ella reaccionaron al pronto. Se quedaron mirando atónitos el rellano, como unidos en una misma edad por la palidez y el espanto. Con el corazón en un puño, la señora Portinari se preparó para cualquier cosa: que se tratara del criminal o de la víctima. De forma intuitiva concluyó que no podía haber nada peor que escuchar aquellos aullidos de alma torturada formando trenzas de ecos sin poder ver quién los producía.
Pero cuando contempló al fin el rostro de quien gritaba supo, con absoluta certeza, que estaba equivocada.
Había algo mucho peor que los gritos.

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