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*DE AÑORANZAS Y PESARES - "EL TRONO DE HUESOS DE DRAGÓN" (fragmento)

Sus ojos se abrieron todavía más cuando miró hacia abajo, a los jinetes blancos.
Josua dio un paso hacía adelante.
—Habláis de venganza —le gritó a la pálida multitud de abajo—, ¡pero eso es una mentira! Habéis venido por petición del Supremo Rey, de Elías..., un mortal. Servís a un mortal como si fueseis una paloma amaestrada. Venid, pues, ya que así lo queréis. ¡Os daréis cuenta de que no todos los clavos de Naglimund están oxidados y de que todavía resta una clase de hierro que puede matar a los sitha!
Un rasgado grito de apoyo se elevó de los soldados que todavía permanecían en las murallas. El primer jinete hizo que su caballo diese un paso.
—¡Somos la Mano Roja! —Su voz era tan fría como el granizo—. ¡No servimos a nadie más que a Ineluki, el Señor de las Tormentas! ¡Nuestras razones son asunto nuestro..., como tu muerte lo será tuyo!
Agitó la lanza por encima de la cabeza y los tambores volvieron a redoblar. Unos cuernos estridentes se dejaron oír junto al martillear de los instrumentos.
—¡Traed los carromatos! —gritó Josua desde el techo del torreón de la entrada—. ¡Obstruid el paso! ¡Van a tratar de tirar la puerta abajo!
Pero en lugar de traer un ariete para destrozar el acero y la madera de la puerta, las nornas permanecieron en silencio, observando cómo los cinco jinetes cabalgaban hacia adelante. Uno de los guardias que estaba sobre las almenas disparó una flecha, que fue seguida de una veintena más, pero al alcanzar a los jinetes pasaron a través de sus cuerpos, sin que aquéllos titubearan ni un instante.
Los tambores redoblaron con furia, gaitas y extrañas trompetas rugieron y rechinaron. Los jinetes desmontaron y aparecían y desaparecían en medio de relámpagos mientras daban las últimas zancadas que los separaban de la puerta. Con una pavorosa intencionalidad, el líder se quitó la capa encapuchada. Una luz escarlata pareció derramarse sobre él. Mientras la apartaba de sí, fue como si se volviese del revés; de pronto todo su cuerpo se convirtió en una inmaterial y ardiente llama roja. Los otros hicieron lo mismo. Cinco seres de movedizas y parpadeantes formas se revelaron ante ellos, más grandes que antes, con la altura de dos hombres, sin rostro y ondeando como una ardiente y rojiza seda.
Una negra boca se abrió en el rostro carente de ojos del cabecilla cuando levantó los brazos hacia la puerta y descansó sus manos en llamas sobre ella.
—¡Muerte! — bramó, y su voz pareció sacudir los cimientos de las murallas.


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