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*EL CUENTO NÚMERO TRECE (fragmento)

Isabelle Angelfield era extraña.
Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.
Es imposible saber si esos dos hechos guardan relación. No obstante, cuando veinticinco años después Isabelle se marchó de casa por segunda vez, los vecinos echaron la vista atrás y recordaron la interminable lluvia que cayó el día de su nacimiento. Algunos recordaron como si fuera ayer que el médico llegó tarde, pues tuvo que enfrentarse a las inundaciones causadas por el desbordamiento del río. Otros recordaron, sin sombra de duda, que el cordón umbilical había permanecido enrollado en el cuello de la pequeña hasta casi estrangularla antes de poder nacer. Sí, fue un parto muy complicado, pues al dar las seis, justo cuando el bebé estaba saliendo y el médico tocaba la campana, ¿no había abandonado la madre este mundo y pasado al siguiente? Así que si el tiempo hubiera sido apacible y el médico hubiera llegado antes y si el cordón no hubiera privado a la niña de oxígeno y si la madre no hubiera muerto... Y si, y si, y si… De nada sirve ese tipo de razonamiento. Isabelle era como era y no hay nada más que decir al respecto.
La recién nacida, un bultito blanco de furia, era huérfana de madre. Y al principio, en la práctica, también fue huérfana de padre. George Angelfield se hundió. Se encerró en la biblioteca y se negó a salir. Quizá parezca algo excesivo; por lo general, diez años de matrimonio bastan para curar el afecto conyugal, pero Angelfield era un tipo extraño, como demostró en aquel momento. Había amado a su esposa, a su malhumorada, perezosa, egoísta y preciosa Mathilde. La había querido más de lo que quería a sus caballos, más incluso que a su perro. En cuanto a su hijo Charlie, un niño de nueve años, a George jamás se le ocurrió preguntarse si lo quería más o menos que a Mathilde, porque ni siquiera pensaba en Charlie.






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