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*EL MAESTRO DE LA INOCENCIA (fragmento)

Había algo de humillante en tener que limitarse a esperar dentro de un carro, en una concurrida calle de Londres, cuando todas tus posesiones estaban amontonadas alrededor y expuestas a la curiosidad del público. Jem Kellaway se hallaba junto a una torre de sillas Windsor que su padre había hecho para la familia años atrás y veía horrorizado cómo los viandantes examinaban sin disimulo el contenido del carro.
Tampoco estaba acostumbrado a encontrarse con tantos desconocidos al mismo tiempo —la aparición de uno solo en su pueblo de Dorsetshire sería un acontecimiento comentado durante varios días—, ni a verse expuesto a su atención y escrutinio. Se agachó entre las pertenencias familiares, tratando de hacerse menos visible. Enjuto y nervudo, de ojos azules hundidos y pelo de color rubio rojizo que se le rizaba por debajo de las orejas, Jem no era una persona que llamase la atención, y la gente, más que en él, se fijaba en las posesiones de su familia.
Una pareja se detuvo y manoseó incluso los muebles como si estuviera palpando las peras en la carretilla de un vendedor para ver cuál estaba más madura: la mujer acarició el dobladillo de un camisón que asomaba por una bolsa descosida, y el hombre se apoderó de una de las sierras de Thomas Kellaway y comprobó lo puntiagudo de sus dientes. Cuando Jem le gritó «¡Oiga!», todavía le llevó su tiempo dejarla de donde la había cogido.









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